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Es esa una de las estampas que ya comienzan a amarillear románticamente y que guardamos con cariño en el fondo de aquellos días, aún no lejanos, de nuestra niñez.
Una mañana de lluvia amanecía la Alameda convertida en río ancho y caudaloso. Para nuestro infantilismo, eran aquellos unos días felices. Las barcas bajaban por las calles solemnes, majestuosas, igual que en aquellas postales enviadas desde Italia por esa persona amiga de todas las familias que pasó por Venecia camino del Padre Santo.
Parecía Sevilla una ciudad nueva, labrada sobre el agua. Había la calma, el reposo y el silencio de la tarde del Jueves Santo. La lluvia sumergía en un cristal de ensueño al horizonte, a los árboles, a las fachadas de las casas lejanas. Quedaba muerto todo el tránsito, y sólo los lancheros se movían, lentos o raudos, con sus barcas oscuras sobre los fingidos canales de las calles anegadas. Cuando el agua comenzaba a descender y aparecía el feo sedimento de barro nos entristecíamos como si nos hubieran arrebatado uno de nuestros juguetes predilectos.
Joaquín Romero Murube, "La Alameda de Hércules" (1930)
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